La paciencia de Dios y la cruz de Cristo
Si queremos saber con más precisión por qué Dios no deja de
ser paciente con los cristianos, tenemos que conocer el corazón del evangelio.
Cada uno de nosotros merece una eternidad de castigo por
nuestro pecado. Pecar es un crimen peor de lo que podemos imaginar, y somos
expertos en eso. El pecado nos ha corrompido y somos peores de lo que intuimos
(Rom. 3:9-18). No importa cuánto hagamos, no podemos reconciliarnos con Dios
con base en nuestras obras porque somos pecadores y Él es santo (Rom. 3:19-20).
Necesitamos salvación y no podemos obtenerla por nuestra iniciativa.
Si Dios pasara por alto los pecados de los hombres sin que
su justicia quedase satisfecha, Él sería injusto. Esa es la gran tensión en
toda la historia de la redención. ¿Cómo puede un Dios santo y justo declarar
justos a los pecadores, sin dejar de ser Dios santo y justo?
La respuesta es el evangelio. Dios, en su infinita
misericordia, envió a Cristo a este mundo a vivir una vida perfecta en nuestro
lugar, morir por nosotros llevando todo el castigo que merecemos por todos
nuestros pecados —pasados, presentes, y futuros—, y resucitar victorioso como
garantía del perdón que reciben todos los que creen en Él y su obra (Rom.
5:18-19, 3:24-26; Gál. 3:13-14; Rom. 4:24-25).
Por tanto, Dios nunca derramará su ira sobre aquellos que
creen realmente el evangelio, aunque a veces seamos tercos y todavía luchemos
con el pecado en nuestras vidas. Dios ya demarró esa ira santa y satisfizo su
justicia sobre Jesucristo en la cruz del calvario. A eso se refería el apóstol
Pablo cuando escribió: “Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros,
para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él” (2 Cor. 5:21).
De hecho, fue por ese mismo sacrificio que Dios no fue
injusto cuando fue paciente y no derramó su ira sobre los creyentes en el
Antiguo Testamento (Rom. 3:25). Cristo fue la propiciación por nuestros
pecados. En la cruz, Él compró la paciencia de Dios para todo aquel que ha
creído, cree, y ha de creer el evangelio del Reino.
El Dios de la paciencia
Sin duda, la historia de la redención es la historia de un
Dios paciente. “Compasivo y clemente es el Señor, lento para la ira y grande en
misericordia” (Sal. 103:8).
Constantemente vemos en la Biblia a Dios retrasando sus
juicios y llamando a pecadores a arrepentirse (cp. 1 Pe. 3:20). Y es innegable
que Él fue paciente con Israel, levantando jueces y dando profetas a una nación
que abandonó su pacto con Él, llamándola al arrepentimiento.
A pesar del pecado de la humanidad, Dios no ha derramado
inmediatamente su ira sobre todos los hombres. En cambio, ha mostrado su bondad
(Mat. 5:44-45; Hch. 14:16b-17). Sin embargo, toda esa paciencia que llama a
toda la humanidad al arrepentimiento no durará para siempre (Rom. 2:4-6; cp.
Rom. 9:22, Ap. 20:11-15).
Cuando Él deje de mostrar paciencia con los incrédulos, no
será como alguien frustrado y amargado que pierde la compostura y sus buenos
modales en un arranque de ira. En cambio, mostrará ser un juez justo, estable,
y soberano que decide ejecutar juicio conforme a su voluntad perfecta.
Sin embargo, por la obra de Cristo, los creyentes no estamos
en enemistad con Dios y podemos regocijarnos en que su paciencia jamás cesará
para con nosotros, su Pueblo. Somos justificados y adoptados por Él (Jn.
1:12-13). Si Dios fue paciente con nosotros cuando estábamos perdidos, ¿no lo
será más ahora que estamos reconciliados con Él? (cp. Rom. 5:9-10). El Salvador
que mostró toda su paciencia con Pablo desea mostrarla en todo creyente (1 Tim.
1:16).
Por eso el apóstol Pablo habla de Dios como “el Dios de la
paciencia”, en un contexto en el que nos llama a ser pacientes con otros
cristianos, así como Dios es paciente con nosotros y lo vemos en su Palabra
(Rom. 15:1-5).
De hecho, si pudiéramos de alguna manera acabar con la paciencia
de Dios, ¡ya lo hubiéramos hecho! Porque Él ha mostrado su amor en que Cristo
murió por nosotros y nos ha dado más bendiciones que las que podemos contar —la
Biblia, la Iglesia, la oración, ¡el Espíritu Santo!—, y sin embargo pecamos a
diario (1 Jn. 1:10). Por tanto, podemos decir con certeza que somos más tercos
de lo que creemos que somos, y Dios es más paciente con nosotros de lo que
creemos que Él es.
Es cierto que Dios disciplina a sus hijos en ocasiones (Heb.
12:7-13). Sin embargo, eso no significa que Él ha dejado de ser paciente con
los cristianos. Una cosa es disciplinar a un hijo y otra cosa es rechazarlo.
Dios no nos abandonará diciendo que somos un caso perdido, porque Él se ha
propuesto terminar lo que inició en nosotros (Fil. 1:6; Rom. 8:28-30).
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