Hoy en día, se está difundiendo cada vez más la idea de que
no hay que arrepentirse de nada. En la base de este pensamiento está el
concepto de que no somos malos, sino que al buscar y tantear medios para ser
felices a veces nos equivocamos.
David, luego de su terrible pecado de adulterio con Betsabé
y de homicidio del marido de ella, Urías, fue interpelado por el profeta Natán,
enviado por Dios, para ser salvado del camino de perdición en el cual se había
embarcado (ver 2 Sam. 12:1-9). David, entonces, reconoce su maldad, se
arrepiente y escribe el Salmo 51.
Allí, David reconoce que lo único que le da derecho al
perdón de Dios es la misericordia misma de su Creador, y se refugia en ella:
“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia, conforme a la multitud
de tus piedades” (Sal. 51:1).
Pero no solo pide el perdón de su pecado, no solo quiere
asegurarse el favor de Dios y su apoyo en esta vida, sino también, por sobre
todo, al sentirse sucio, ruega una limpieza interior, una purificación, un
corazón nuevo: “Lávame más y más de mi maldad, y limpíame de mi pecado… lávame,
y seré más blanco que la nieve… Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y
renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:2, 7, 10).
La escritora cristiana Elena de White lo describe así: “El
arrepentimiento incluye tristeza por el pecado y su abandono. No renunciaremos
al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; mientras no lo repudiemos de
corazón, no habrá cambio real en la vida”
¿Sientes que tu vida necesita un cambio? ¿Aspiras a una vida
más noble y pura? No olvides que, como dice David acerca de Dios: “Al corazón
contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17).
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