Este salmo, podríamos titularlo “el salmo de todos” porque en alguna etapa de nuestra vida hemos tenido alguna situación que nos hizo abrazar el salmo como si fuera solo nuestro y repetir una a una sus palabras. Siempre recuerdo a mi niña por las noches, durmiendo con su muñeco peluche, abrazándolo y sin soltarlo en toda la jornada de sueño, y para muchos este salmo se puede transformar en su elemento de abrazo y cariño.
¿Cuánto tiempo ha pasado usted esperando en la justicia divina? Debe ser un caso muy difícil el suyo y el mío si ya han pasado días, meses o tal vez años esperando y sin solución. Entonces debería intervenir la justicia divina. Lo triste del caso es que si todo lo que uno pasa, lo hacemos esperando en la “justicia divina” estaremos involucrando a personas. No sabemos entonces qué elegir, si continuar con la problemática esperando que se dé el momento de paz o decidir llamar a Dios para que ejerza justicia.
Porque si el Gran Juez interviene, podemos resultar heridos de alguna manera. Dios puede quitarnos algo, inhibir a gente querida a nuestro alrededor para solucionar el problema, o actuar de alguna manera que no salgamos muy beneficiados.
Recordemos que cuando hay una herida infectada, los médicos en muchas ocasiones amputan, cortan o mutilan partes del cuerpo para evitar que el mal se distribuya. Y Dios puede ocasionalmente quitar de nuestro entorno algo que al comienzo nos duela.
Hay un texto en este salmo que puede hacernos decidir entregar todo a Dios y es el siguiente: v. 7 “Que hace justicia a los agraviados.”
Nos remitiremos al comienzo del salmo para estudiarlo adecuadamente.
Vs. 1-2 El método de alabanza y cántico a Dios exalta la grandeza del salmista, porque a pesar de estar sufriendo o haber sufrido, alaba a Dios. Teniendo ante nosotros esta gloriosa perspectiva, ¡cuán bajas parecen las situaciones terrenales y cuán grandes los beneficios celestiales! Y analicemos porqué.
v. 3 “No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre”. Somos dados a descansar en hombres importantes de la tierra antes que en Dios, tenemos la tendencia a poner en manos humanas nuestras contrariedades, cuando tenemos un Dios que se yergue como poderoso Gigante, un Salvador que ha dado su vida por nosotros inyectándola también en nuestro ser y un Consolador que nos acompaña como amigo inseparable. Mira mi amigo, mi hermano; el Espíritu Santo es mi amigo, yo un día le dije: “si tú eres mi consolador, estando a mi lado, guiándome, ¿por qué no eres mi amigo entonces?... Hagamos un trato, tú serás mi amigo, iremos de la mano, y platicaremos juntos de todo lo que me acontece” y desde ese día yo fui una persona diferente, más confiada, más estable, más entregada. Aprendí a confiar en Él y no confiar en príncipe ni creer que de los hijos de los hombres puede venir alguna salvación, pues de ellos “sale su aliento, y vuelven a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos” (v. 4) Entonces el salmista aconseja a su auditorio a que no confíe en gobernantes mortales transitorios y transfiera todo en alabanza a Dios a manera de experimentar bienaventuranza.
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